En esta etapa de su vida, ella vivía con su tía abuela Micaela, a quien los tíos y los nietos llamaban de cariño “mamá Mica”. Catalina se quedaba con ella toda la semana debido a que su casa de Chuspini estaba muy distante de la escuela. Solamente los fines de semana iba a su casa a ver a sus padres y sus hermanos menores. Todo el domingo permanecía con ellos.
Al inicio de la semana, su mamá la hace levantar muy temprano, casi de madrugada, para que vaya al pueblo. La acompaña hasta la avenida principal, llamada “Los Caminos del Inca”, y después de despedirla, besándola en la frente y dándole la bendición, mira como la niña se pierde en el horizonte. Este sendero la llevará hasta el pueblo que está como a dos horas a pie.
Tras avanzar como la cuarta parte de este camino se sentó a descansar en un tambo que tenía unas piedras cúbicas. Este era un lugar donde siempre descansaban los caminantes. Ahí le llamó la atención una soga de colores, muy parecida a una huaraca que posiblemente habrían dejado los arrieros “llamichos” que pasaban por ahí con su manada de llamas que son unos camélidos sudamericanos que transportan alimentos de un pueblo a otro. Estos animales llevan, normalmente, en sus alforjas, unas cargas de unos 30 kilogramos de peso.
La huaraca es tejida con lana de alpaca, y sirve para lanzar piedras También para hacerla sonar al viento. Al reventar, en uno de sus extremos, el ganado se asusta.
Como Catalina pensó que alguien había olvidado esa huaraca, la tocó y, acto seguido, la recogió. Pero, para su sorpresa, la soguilla se movió y se abalanzó al suelo. Había sido una culebra, una culebra que le dejó en sus dedos su saliva, su veneno mortal. Y si el maldito ofidio no le picó fue porque la había sujetado por la cabeza.
Mientras el reptil escapaba, ella trataba de reponerse del tremendo susto que se llevó. Pero fue en vano. Como a su alrededor, en ese momento, no había nadie, su susto fue mayor. No sabiendo que hacer, se acercó al río que estaba muy cerca, para tomar agua con sus dos manos, y como no se las había lavado, era casi seguro que ingirió algo del veneno mortal
Ahora seguía su camino, medio aturdida, por el veneno que estaba haciendo sus efectos en su organismo. Se sintió muy mal cuando llegó al pueblo, y en la casa de su abuela se quedó dormida como una piedra. Durmió hasta la noche, y a pesar que estaba con la barriga vacía, cuando despertó sólo tenía sed, mucha sed, por lo que tomó bastante agua.
La tía abuela pensó que su sobrina nieta se sentiría mejor después de dormir un poco más. Pero no fue así. Al verla muy mal, en la mañana del día siguiente, la llevó de regreso a Chuspini, que en quechua significa tierra de mosquitos..
Cuando las dos por fin llegaron, al valle sagrado de Oyolo, la madre de Catalina estaba haciendo queso, que más que un trabajo es un ritual ganadero que se realiza en todas las estancias ganaderas de Ayacucho.
Doña Saturnina echaba dos cucharadas de leche cortada, sacadas del estómago de uno de los tantos estómagos de cabritos que colgaban de un cordel que se encontraba en el patio de su casa. Cabe mencionar que el estómago del cabrito está amarrado en sus dos extremos con unos hilos. A eso lo llaman el “cuajo”, debido a que contiene las enzimas naturales para digerir la caseína que es la proteína de la leche. Este cuajo se pone en un recipiente, con porciones de agua tibia y sal. Después de homogenizarlo muy bien, se reparte en partes proporcionales en los baldes con leche recién ordeñada.
Las enzimas proteasas trabajan bastante rápido a temperaturas de 38 grados centígrados que es la temperatura ideal. En 15 minutos comienza a separarse el suero de una masa blanca llamada queso.
Doña Saturnina dejó, por unos momentos, lo que estaba haciendo, para recibir a la hermana de madre y a su pequeña hija que temblaba de frío y estaba tan pálida como un papel. La Catucha abrazó fuertemente a su madre, y enseguida se puso a llorar. “¿Por qué haz regresado hijita? ¿Qué te ha pasado?”, le pregunta doña Saturnina. Ella le contó que una culebra la había asustado el día anterior, y que por eso no pudo ir a la escuela. “Tengo mucha fiebre y sólo siento sed, quiero agua, por favor”. Ni bien escuchó esto, su madre le dio dos tazas con suero fresco, y durante cuatro días, Catalina tomó solamente suero y agua. Pero en vez de encontrarse mejor, en el cuarto día, se sintió peor. Por haber tomado demasiado suero, el recto se le había dilatado por las constantes evacuaciones.
Justina, hermana de Catalina, tenía los ojos llorosos y temblaba de miedo al ver que la Catucha defecaba demasiado en un bacín de arcilla. “A la Catucha, ojote le salieron”, le dijo la Justina, tartamudeando, a su madre.
Por tanta evacuación hasta se le había prolapsado el recto. Al ver esto, su madre le acomodó con sus dedos, lentamente, el esfínter anal.
Después, por sus poderes astringentes, solamente le daba de tomar una infusión de té, a la vez que colocaba en su frente, para refrescarla, unas rodajas de papa fresca, las mismas que se secaban muy rápido. Entonces comenzó a ponerle paños húmedos. Pero al ver que nada le aliviaba y que ella seguía delirando por la fiebre, la madre empezó a asustarse más de la cuenta. Y como pensó que no había remedio para su hija que se estaba muriendo, le ordenó a Jesús, su hija mayor, que fuera al pueblo para que pidiera a sus primas que preparasen “chicha de jora”, que es la cerveza de la sierra. También para que prepare el entierro y mande un telegrama a su padre, el arriero Víctor, quien estaba de viaje
Pero de pronto, Doña Saturnina se acordó de su comadre Cameliacha, una temida clarividente y curandera del pueblo, y a quien sus hijos llamaban bruja porque escuchaban por ahí que por las noches volaba montada en una escoba. Todos la conocían como la “bruja ventanita” por la sencilla razón que le faltaba un diente.
Esta bruja gustaba mucho del alcohol y era muy temida y respetada. Decían que cuando se molestaba era tan fiera como una serpiente, y que tenía la mala costumbre de acercarse, en forma silenciosa, a los grupos de personas, para escuchar lo que hablaban y percatarse si no rajaban de ella. Pero así como era temida también era muy querida porque sus curaciones eran eficaces, y porque leía en las hojas de coca, de forma muy acertada, el destino de la gente. Por eso, todo el mundo, además de atenderla bien, le llevaban víveres, gallinas vivas, cuyes negros y bastante queso duro. Este último era su preferido.
Según las malas lenguas, doña Cameliacha, debido a que se estaba quedando calva, se ponía, por las noches, una peluca que la había sustraído del panteón del pueblo y que le pertenecía a una joven difunta de pelo castaño, a quien le arrancó el cuero cabelludo.
La curandera tenía, en la puerta de su casa, un perro que cuidaba celosamente de sus bienes. Asimismo, tenía un águila a quien llamaba “Napo-león” y que era enano, viejo y cojo. Este pájaro dejaba ver, en una de sus patas, un brazalete y una cadena de oro que estaba sujeta a una pesada bola de acero. Estas joyas de oro habían sido un regalo de Rodolfo, por los favores recibidos. Este joyero del pueblo confeccionaba joyas para todos los pobladores, con monedas y pepitas de diferentes orígenes. Después de pesar el metal precioso en su vieja balancita, se comprometía a no revelar su procedencia. La única forma de que soltara la lengua era emborrachándole.
Oyolo es famoso todavía por contener, en sus campos de cultivo, numerosos “tapados” que son “entierros” que datan de la época de los incas y los primeros españoles buscadores de oro. Muchos descendientes de éstos lo único que han hecho por el pueblo es llevarse sus tesoros. Pero todos ellos verán, en el último día de su existencia, al poderoso adivino Auqueguato, quien les pedirá que les revelen sus secretos a cambio de salvarlos por haber vendido su alma al diablo.
El brazalete y la cadena de oro que llevaba el águila le dio tanta fama a la curandera que su notoriedad traspasó fronteras distritales.
Asimismo, esta bruja tenía, dentro de su casa, a la “cucucha”, una lechuza a la que soltaba por las noches y veía regresar con los primeros rayos del sol. Este animal además de cuidar de la chamana, la despertaba cuando llegaba visita ya que ella hacía la siesta después de atragantarse con un suculento almuerzo, en su hogar que se encontraba en las afueras del pueblo y que olía a sahumerios de ruda. En las esquinas de su casa acostumbraba poner dientes de ajo, “para ahuyentar a los malos espíritus”, decía.
Doña Saturnina mandó a un peón con dos caballos ensillados para que trajeran, con carácter de urgencia, a la curandera, quien, al poco tiempo, llegó muy agitada y sacudiéndose el polvo de las sandalias. Entro a la casa de su comadre, y lo primero que hizo fue mirar fijamente a la niña media moribunda. Enseguida, tras escuchar la historia de los acontecimientos, pidió que le trajeran un huevo fresco de gallina. “Que esté calientito y sea recién puesto”, murmuró. Ella, por su parte, había traído un cuy negro. Pidió un vaso con cañazo, y luego que lo tuvo, roció este líquido, con la boca, por todo el cuerpo de su ahijada. Acto seguido, se sacó la pequeña cruz de madera que portaba en el cuello y se la puso, en el nombre de Dios, en el pecho de la niña. A continuación, le paso el huevo por todo el cuerpo. Pero como la curandera sintió escalofríos, en esas circunstancias, dijo: “Esta niña también tiene poderes y veo que son más fuertes que los míos porque ella me ha pasado su susto”.
Al cabo de un rato, logró sacarle el susto con el huevo, el mismo al que le salieron dos burbujas grandes ni bien lo puso en un mate con agua fría. La clara del huevo, en contacto con el agua fría, se transformó en un inmenso velo que tapaba una figura como la de una iglesia.
Después de hacer todo lo que hizo, la curandera golpeó, con los dedos de las dos manos, una de las paredes de la casa, a la vez que manifestó que se sentía muy mal. “El susto de la niña debió de ser muy grande porque me está dando escalofríos. Por favor, Saturnina, dame un mate de coca con agua muy cliente y ponle bastante azúcar porque se me ha enfriado todo el cuerpo. Creo que se me ha bajado la glucosa”.
Al cabo de un rato, y mientras tiritaba de frío, volvió a abrir la boca para suplicarle a Saturnina que le diera una copa de cañazo y le prestara un poncho. “Quiero regresar a mi casa, dile a tu peón que me lleve”, acotó. Pero la madre de la niña le pidió que no se fuera hasta que se recupera del todo. Entones ella le dijo: “Está bien, pero ahora pásame el cuy negro por mi pecho, la espalda y el estómago. Hazlo rezando y evocando el nombre del Señor de la Exaltación, nuestro patrón, para que me cure”.
Luego que le hicieran todo lo que pidió, la bruja ordenó a la servidumbre que maten al cuy desnucándolo con una botella. “Cuando lo descuarticen quiero ver sus vísceras”.
Minutos después, un muchacho le trajo, en una bandeja de madera, al cuy descuartizado. Ni bien lo vio ella le manifestó a su comadre: “mira el hígado del cututo, está negro como su hiel, y mira sus intestinos, están agrandados, eso es señal que el mal ya salió de mi cuerpo, por eso ahora me siento mejor, igual que la niña. Ahora en vez de sudar frío estoy sudando de calor. Al fin, mi temperatura está normal”.
Y secándose el sudor de su frente, la bruja ordenó que despedazaran al roedor y lo aventaran a los perros que se encontraban en el patio, para que se lo tragaran y, de esta manera, le hicieran desaparecer de su vista. Y como ella no quería irse sin antes ver la total mejoría de su ahijada, se quedó hasta el anochecer en la casa de doña Saturnina.
La niña Catalina, como por arte de magia y ya curada del susto, dejó la cama y pidió de comer. Tenía mucha hambre, y a pesar que estaba delgada y pálida, sus ojos hundidos por la deshidratación no habían perdido su brillo y vivacidad.
Y mientras esperaba que le trajeran la comida, besó a la curandera en la mejilla, como muestra de agradecimiento, a la vez que le dio las gracias por haberla sanado.
Por recomendación de la bruja, a la Catucha le dieron de comer, en los primeros momentos, pan tostado al fuego vivo, tostadas quemadas y carbón de trigo. (Esta comida tradicional que perdura hasta nuestros días sirve para restituir los minerales y los electrolitos intestinales que había perdido la niña por tanta evacuación). También le prepararon panetela.
En vista que la niña se veía muy delgada, debido a que había estado con fiebre por cuatro días, su mamá, llorando de alegría, dio las gracias al taita Viracocha Señor de la Exaltación, y mandó matar tres gallinas. Quería prepararle un caldo de gallina “levanta muertos”, para que se nutra su muchachita y para compartirlo con todos sus hijos. Asimismo con sus sobrinas y los amigos del pueblo que habían estado pendiente de lo sucedido y que en grupo llegaron al rancho del arriero al saber sobre la mejoría de la niña.
Hubo una gran fiesta familiar por la recuperación de la Catucha. Y así regresó la alegría y la felicidad a la casa del arriero.